Discurso de Perla Suez

XX edición del Premio Internacional de novela Rómulo Gallegos. 2021

Señor Presidente de la República Bolivariana de Venezuela: Nicolás Maduro. Señor  Presidente  de   la  Fundación  Centro  de   Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos: Roberto Hernández Montoya. Sr. Presidente del Instituto Autónomo Centro Nacional del Libro Raúl Cazal.

Señores y señoras integrantes del CELARG.

Señores miembros del  Jurado  Rómulo  Gallegos 2020: Laura Antillano, Pablo Montoya y Vicente Batista.

Señor Fernando Fagnani y señora Gloria Rodrigué: Editores de Edhasa, Argentina.

Ministros y representantes de la cultura aquí presentes, escritores y colegas.

Respetable audiencia:

Quizás esté de más decir que estoy orgullosa, como mujer primera escritora argentina en ganar el tan anhelado Premio Rómulo Gallegos.

Como parte de nuestro continente latinoamericano, y del interior de mi país, estoy segura de recibirlo también en nombre de tantas mujeres que han escrito y siguen escribiendo con una alta calidad literaria en cada rincón de nuestro continente. Pienso en este momento en aquellas escritoras que han trabajado en el anonimato y editoriales independientes que están rescatándolas.  Escritoras de nuestra América Latina de la talla de Clarice Lispector, Sara Gallardo, Elena Garro, Rosario Castellanos y escritoras contemporáneas como Margo Glantz, Diamela Eltit, Tununa Mercado, Cristina Peri Rossi y Laura Antillano, entre tantas otras.  Narradoras del último medio siglo que hilan historias de manera comprometida con su tiempo y de las cuales no podemos prescindir. Preocupadas todas ellas por la construcción de nuestras identidades.

Este prestigioso premio que como todos sabemos tiene el respaldo de los escritores y escritoras de nuestra lengua que lo han ganado. Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa Fernando del Paso y Ricardo Piglia, entre otros. Y las mujeres que me antecedieron Elena Poniatowska y Ángeles Mastretta.

Hoy, le toca a mi novela El país del diablo recibir este maravilloso premio que me llena de orgullo.

Estoy convencida de que nosotras, las mujeres, hemos ganado un espacio y un tiempo que nos permite decir las cosas sin prejuicios y de otro modo.

Vengo de un país y no de otro, de una cultura de ese país, Argentina, y no de otra; de unas costumbres de la provincia de Entre Ríos, y de la ciudad donde nací, Córdoba. En la escritura también vuelvo a vivir al pueblo de mis abuelos paternos, entre Ucrania y Moldavia, en la Europa Oriental, como en las colonias de la Mesopotamia Argentina circundada por los majestuosos ríos Paraná y Uruguay  a donde llegaron esos abuelos escapando de las hordas del zar Nicolás II de Rusia.

Me reconozco en el sabor del pescado del mar Báltico como en el del Océano Atlántico. Tanto en el surubí y la boga del Río de la Plata como en el pez dorado o pirayú del río Paraná. Este último un pez de gran tamaño que habita las aguas tropicales de las cuencas de estos ríos de América del Sur. Muy cerca de estas aguas dulces crecí y también crecieron mis historias.

Yo era muy pequeña cuando mi abuelo dejaba pasar por el río Uruguay clandestinamente, en canoas, a quienes venían escapando del nazismo.  Tengo la imagen de verlos entrar en mi casa con unos impermeables de azul desteñido, sombreros de lluvia y esas caras que me hacen acordar a la pintura del artista noruego Edvard Munch, El grito.

No tenía más de cinco años cuando trepada en la biblioteca de mis padres me apoderaba de un libro que me atraía por su olor, por su textura o por sus imágenes y con él jugaba a inventar una historia. Esto provocó que me abra a la lectura antes de conocer el alfabeto. Años más tarde en esa misma biblioteca encontré los mejores escritores rusos, ingleses, italianos y nada menos que la primera edición de El llano en llamas de Juan Rulfo, un autor imprescindible para una niña que estaba creciendo.

Dice John Berger que lo que parece una creación no es sino el arte de dar forma a lo que se ha recibido. Berger cita a Shitao, el gran paisajista chino del siglo XVII, que decía que pintar es el resultado de la receptividad de la tinta, la tinta se abre al pincel, el pincel se abre a la mano y la mano se abre al corazón. Es decir que la literatura, como decía Shitao abre un espacio visceral donde ocurre algo raro, algo que posibilita un movimiento en el cuerpo y el corazón del lector cuando éste interviene un texto.

En la escritura uno trabaja con sus propias contradicciones. Mis abuelos vinieron a Argentina gracias a que se abrieron las corrientes inmigratorias en mi país, a fines del siglo XIX dentro de una política de “civilizar” del entonces presidente Julio Roca. El mismo les dio una tierra y un lugar para habitar, donde ellos pudieron hacer su vida y mis padres pudieron estudiar. Pero lo que no me contaron es que en el sur, en la Patagonia, estaba ocurriendo una masacre que se llamó “La Campaña del Desierto”. Sin embargo, fui cuestionando por que la política del “progreso civilizatorio” necesitaba exterminar pueblos, matar culturas.

Como ustedes saben, a la literatura no le ha interesado contar tiempos esplendorosos sino momentos difíciles y contradictorios. La obsesión de las persecuciones, de las marginalidades me la voy sacando de encima cuando escribo. Estamos en un mundo tan fragmentado y desigual que los narradores nos vamos fragmentando también.

Sangro cuando veo como está la tierra. Sangro cuando veo un feminicidio. Sangro en El país del diablo.

Estando de paso en Santiago de Chile me encontré con las memorias del Lonco Pascual Coño, uno de los caciques de la Araucanía. Para entender la antropología y la cosmogonía de este pueblo originario, leí la obra de Mircea Eliade, un diccionario español/mapuche,  y textos sobre chamanismo araucano.

También leí Viaje al país de los araucanos de Estanislao Zevallos que fue el escriba del General Roca en la Campaña del desierto, desde la mirada del que viene a usurpar la tierra. Hice un trabajo de documentación importante que no es evidente en la novela.  Trabajé sobre los saberes del pueblo mapuche y preguntándome cómo la ficción podía de algún modo restaurar sus raíces. Quizás mi aporte, sea acercarme desde la ficción a esta cultura que me abrió los ojos.

El nombre del libro por el cual recibo este maravilloso premio, remite a esta Argentina de fines del siglo XIX, vinculado al genocidio de los pueblos originarios desde una perspectiva de género enmarcada en el siglo XXI. Soy una escritora que respira en el siglo XXI y la respiración de esta novela tenía que ser contada desde este presente. Porque la ficción cuando transgrede la historia que nos contaron, no vuelve al pasado sino que proyecta una memoria diferente en el presente y condiciona nuestro futuro.

Para llegar a El País del Diablo, tuve que atravesar en mi escritura la historia de mis antepasados para darme cuenta que había cerrado una etapa, y abría otra. Ahora estaban mis ancestros de la Araucanía; era el pueblo mapuche que habitaba las tierras originarias de la Patagonia.

Y entonces empecé el viaje. Una larga travesía por el desierto, el viento insoportable, los cardales, el sol que mata todo, un cuervo lucha con una serpiente, un puma destroza el cuerpo de un guanaco, del cielo bajan pájaros carroñeros, las moscas azules, el frío de la noche. El gran protagonista de la novela, junto a Lum, fue para mí el desierto, un gran ojo que habla, un gran ojo que narra.

Encontré en esta gran llanura otro terreno para escarbar y para labrar. Como quién desentierra los huesos de sus ancestros, una está desenterrando un poco un pasado que se quiso tapar.  Nos volvieron analfabetos en relación con una cultura muy rica. “Hay que terminar con el país del diablo”, decía el general Roca sobre los mapuches.

La idea del desierto que recorre El país del diablo, no es la del desierto de Sahara, de arenas y camellos. Es un territorio con grandes espacios áridos y lagunas, pero también con grandes espacios verdes, bosques de caldenes, naturaleza llena de fieras, animales y vida. En ese espacio que parecía infinito apareció una niña de catorce años, mitad mapuche, mitad blanca. Empecé a trabajar profundamente metiéndome en la piel de ella, sabiendo que era fuerte y que iba a resistir, porque además había sido iniciada como machi, en los ritos chamánicos de su tribu.

Esa niña fue poco a poco construyéndose a sí misma. Descubrí su nombre en un diccionario bilingüe mapuche-castellano. Ahí estaba Lum que significa encuentro entre dos lagunas.

Como dije fue difícil tratar de ponerme en la piel de una niña araucana. Lum hace lo mismo que hace un hombre cuando tiene que tomar decisiones: lucha contra la violencia de la que es víctima. Si las decisiones de Lum son terribles, no son más terribles de las que cometieron contra ella.  Cuando trabajaba en el personaje de esta niña, me surgía un grato e incómodo asombro de verla tomar las riendas de la historia y la sensación de una vitalidad espléndida en un mundo ansioso, desolado y demasiado preocupado porque todos sigan las mismas reglas.

El paisaje, que también es indómito en esta novela, es el único aliado de Lum.

Intenté trabajar con un clima que roza la locura y el desamparo. Una atmósfera onírica. En ese camino me encontré con cinco hombres, cinco soldados, que venían de matar.

Uno de esos hombres era Deus, el fotógrafo, a quien en el medio de la Patagonia se le aparece París, un París con el que soñaban muchos en esa época.

Deus se suma al saqueo. Entre otros va el cultrún, el tambor, el instrumento musical más importante de la cultura mapuche. Y que en la edición, de este maravilloso premio, El país del diablo, ocupa la portada. El tambor ceremonial que utiliza la machi en los rituales religiosos y culturales, es robado y Lum Hué la única sobreviviente de la masacre lo necesita para guiar a sus muertos. Cito:

“Yo soy machi ahora, debo cumplir con el rito, debo guiar a los espíritus de los muertos. El cultrún”…

“Lum busca el tambor por todos lados pero no está allí.” fin de cita.

Es que la ficción corre como un río, tiene el talento de anticipar y contar una historia diferente a la que nos contaron.

Ojalá que cuando tengan en sus manos El país del diablo sientan lo que siento yo cuando leo un libro que me conmueve y cambia mi mirada. Porque un libro que leemos con fruición nos puede encender como el carbón al arder, los libros que me son entrañables siguen ardiendo en mí.

Volviendo a mi infancia recuerdo a mi madre leyéndome poemas del gran poeta venezolano Aquiles Nazoa, a quién hoy quiero rendirle homenaje. Recuerdo algunos textos que me acompañan desde mi infancia como Buen día tortuguita.

Buen día, tortuguita,

periquito del agua,

abuelita del agua,

payasito del agua,

borrachito del agua,

filósofo del agua…

El secreto de este poema como de tantos cuentos y novelas que admiro, está en la posibilidad que tienen de embaucarme, de convencerme, de hacerme creer que eso es o fue así. Son las capacidades de simular, de verosimilitud, de liberar energía y encender el fuego que tienen las palabras, las que permiten al lector a través de la ficción mirar la realidad desde una lógica diferente. Eso es lo que podemos contar en el siglo XXI, una pequeña partícula, un destello de lo que ocurrió de lo que ocurre, o creemos que está ocurriendo o tal vez ocurrirá en algún lugar o en un no lugar en el territorio de la lengua.

Sabemos que la ficción no va a cambiar el mundo de una vez, pero nos da la posibilidad de descifrarlo e interpretarlo para transformar nuestras ideas y nuestra sensibilidad.

Si escribir y leer nos invitan a descubrir, a explorar, a encender fuegos, podemos decir que la vida, como me enseño mi abuelo no es sueño como quería Calderon de la Barca sino aprender a despertar.

Estoy muy emocionada, muchas gracias por este premio.…

Perla Suez

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